martes, 6 de enero de 2009

Diferentes lenguajes para un mismo nombre...







(Ma. Paula Olaizola)

Si hay algo que nos caracteriza como “humanos” es esa capacidad para la comunicación a la que llamamos lenguaje. Muchos teóricos han tratado de definirlo a lo largo de los años, poniendo el acento tanto en su función social como comunicativa, permitiendo –a través de sus análisis y teorías- que el propio hombre comprendiera la magnitud de sus posibilidades, vislumbrando en sus múltiples manifestaciones posibles universos de sentido.
Cuando hablamos de lenguaje aludimos inmediatamente a esa “…institución con que los humanos se comunican e interactúan entre sí por medio de símbolos arbitrarios orales y auditivos de uso habitual” (Hall, 1968. Essay on Language), sin embargo, dentro de este concepto e intentando una perspectiva artística, lo vemos transfigurado en una maravillosa diversidad de signos, colores y símbolos que fluyen desde las diferentes manifestaciones del arte, a veces envueltos en melodías estridentes, otras convertidos en imágenes de bronce, erigiendo mundos de palabras, formas y ecos; lenguajes sugestivos, provocadores, voces de la historia que en un juego dialéctico con el propio individuo, van configurando el camino del arte a lo largo de los siglos.
En este devenir histórico el sujeto va desarrollando diferentes lenguajes que le permiten manifestarse más allá de la finalidad que se plantea, social por momentos, puramente estética en otros casos. Libremente o subyugado por el poder de turno, con las herramientas que el propio contexto le proporciona, el hombre siempre se expresa, y de maneras diversas. Una de ellas es el lenguaje literario, otra, el cinematográfico, manifestaciones que en reiteradas ocasiones dialogan influyéndose y conjugándose en obras de arte concretas. Ejemplo claro de ello es “El nombre de la rosa”, tanto la obra literaria de Umberto Eco como la lectura que de ella hace Annaud con su simbólico lenguaje cinematográfico y la idea subyacente que atraviesa a ambas: el valor del conocimiento y el temor a la “verdad” de aquellos que durante siglos cimentaron su poder en supuestos incuestionables que sirvieron de fundamento a las atrocidades más perversas perpetradas por un dios injusto y castigador.
Dos obras de arte que se miran mutuamente y dialogan en la mente de quien las recibe, permitiendo la construcción de un universo medieval cargado de símbolos y alegorías, de imágenes y de palabras que han dejado profundas huellas en nuestra concepción occidental del mundo. Dos obras que son miles de obras, una novela “…hecha de fragmentos, períodos incompletos, muñones de libros” (Eco, U. “El nombre de la rosa”. Alfaguara. Grupo Santillana. Bs. As., 2006, Pág.574) en la que el propio narrador, al finalizar su relato, advierte al lector: “…leerás (…) un inmenso acróstico que no dice ni repite otra cosa que lo que aquellos fragmentos me han sugerido” (Eco, U. “El nombre de la rosa” Pág. 574). Y luego, una producción cinematográfica que, al leer la obra de Eco, lee sus infinitas lecturas anteriores y lee también otras obras no necesariamente literarias que se recrean en la película, tal como vemos en escenas como la de la habitación de Guillermo y todas aquellas que, por sus juegos de luces y de sombras, parecen sacadas de una muestra pictórica de Rembrandt.
Una mirada profunda a nuestros objetos de análisis nos permite vislumbrar, más allá de esa línea de sentido transversal, las particularidades que ofrecen ambos lenguajes y la manera en que cada uno construye sus entramados de signos, partiendo de la noción de que “…los medios audiovisuales tienen un conjunto de características comunes pues comparten el mismo lenguaje. Este se presenta como un entramado complejo, de amplia raíz polisémica, que se conforma a partir de la mezcla de imágenes, sonido y movimiento, y por lo tanto comporta nuevos modos de comunicar y no responde necesariamente a las características del lenguaje verbal” (Apuntes de cátedra, 2008). De esta manera podemos apreciar cómo el director de la película transforma en imágenes, sonido y movimiento el mundo construido por Eco con palabras.
Si bien cada lenguaje ofrece posibilidades propias, también recurre a herramientas del otro, erigiendo sus universos de sentido con préstamos estéticos. Ejemplo de ello son las figuras retóricas que el cine toma de la literatura, logrando convertir una extensa descripción de la abadía y sus alrededores en una clarificadora imagen que Annaud eligió construir en esas montañas desoladas y agrestes. Otro préstamo que la literatura le hace al cine es la metafórica construcción de la biblioteca, “…laberinto espiritual, y también laberinto terrenal” (Eco, U. “El nombre de la rosa”), ella, con sus espejos y sus anaqueles borgeanos, aparece convertida en un universo infinito de escalones y pasillos lúgubres y prohibidos en la obra de arte cinematográfica.
Además, una figura retórica propia de las letras marca la estética de la película: la hipérbole, claramente utilizada en la construcción de los monjes de rasgos duros y sugestivos, transformados en símbolos del pensamiento oscuro propio del medioevo.
La obra del cineasta recoge no sólo metáforas, hipérboles e imágenes sensoriales, sino también el propio lenguaje que Eco utiliza y pone en boca de sus personajes, tal como se desprende de las primeras imágenes en que se oye al narrador, Adso de Melk, pronunciando palabras extraídas de la novela: “…ya al final de mi vida de pecador, canoso y decrépito como el mundo (…) me dispongo a dejar constancia sobre este pergamino de los hechos asombrosos y terribles que me fue dado presenciar en mi juventud…”(Eco, U. “El nombre de la rosa” Pág. 17). Estos ejemplos de exactitud textual abundan en la película, sobre todo en momentos fundamentales para el concepto de la obra, como lo es la escena de la discusión en el scriptorium entre Jorge de Burgos y Guillermo de Baskerville, en la que se hace alusión a la risa y a la obra perdida de Aristóteles.
Hasta aquí sólo hemos mencionado algunos de los aspectos compartidos por las dos manifestaciones artísticas analizadas, sin embargo, hay otros que no comparten o en los que se diferencian, sobre todo en cuanto a las líneas de sentido que cada obra profundiza y a la mirada que proponen.
El acercamiento a las obras nos abre un mundo en pugna por la “verdad”; nos invita a recorrer los intrincados pasadizos de la fe y su siniestra cercanía con el poder; nos descubre a un hombre luchando contra la oscuridad y el silencio de siglos, dudando de supuestos hasta entonces incuestionables, con ojos que buscan más allá de las apariencias de las cosas una verdad que los libere de viejas ataduras. Sin embargo, cada obra de arte, a través de su lenguaje particular, construye un mundo diferente. Mientras que la película, atravesada por sus códigos propios y las demandas del mercado, centra su mirada en la línea de los asesinatos, acercándose mucho al clásico policial hollywoodense; la obra literaria ofrece un enfoque más filosófico y lingüístico, la fluidez de las palabras escritas le permite al autor profundizar en discusiones complejas y cargadas de sentido histórico, construir personajes que se transforman en símbolos de dos paradigmas, oponiendo la luz a la oscuridad, la búsqueda a las certezas absolutas.
De esta manera vemos erigirse un mundo, fundamentalmente una época, la Edad Media, considerada por el director de cine como la protagonista principal de su obra, transformada en conceptos y palabras por Eco; oscuro pasado de las ideas, alegoría pura del hombre en su lucha ancestral por el poder.

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