sábado, 17 de enero de 2009

Polémica ortográfica


EL DISCURSO PRONUNCIADO POR EL CÉLEBRE ESCRITOR COLOMBIANO EN EL CONGRESO DE LA LENGUA DE ZACATECAS (MÉXICO) DESATÓ UNA POLÉMICA EN TORNO A LA ORTOGRAFÍA, HOY MÁS VIGENTE QUE NUNCA.



Botella al mar para el dios de las palabras
Gabriel García Márquez Extraído de La Jornada, México, 8 de abril de 1997

A mis doce años de edad estuve a punto de ser atropellado por una bicicleta. Un señor cura que pasaba me salvó con un grito: Cuidado! El ciclista cayó a tierra. El señor cura, sin detenerse, me dijo: Ya vio lo que es el poder de la palabra? Ese día lo supe. Ahora sabemos, ademas, que los mayas lo sabían desde los tiempos de Cristo, y con tanto rigor, que tenían un dios especial para las palabras.Nunca como hoy ha sido tan grande ese poder. La humanidad entrará en el tercer milenio bajo el imperio de las palabras. No es cierto que la imagen esté desplazándolas ni que pueda extinguirlas. Al contrario, está potenciándolas: nunca hubo en el mundo tantas palabras con tanto alcance, autoridad y albedrío como en la inmensa Babel de la vida actual. Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor.No: el gran derrotado es el silencio. Las cosas tienen ahora tantos nombres en tantas lenguas que ya no es fácil saber como se llaman en ninguna. Los idiomas se dispersan sueltos de madrina, se mezclan y confunden, disparados hacia el destino ineluctable de un lenguaje global.
La lengua española tiene que prepararse para un ciclo grande en ese porvenir sin fronteras. Es un derecho histórico. No por su prepotencia económica, como otras lenguas hasta hoy, sino por su vitalidad, su dinámica creativa, su vasta experiencia cultural, su rapidez y su fuerza de expansión, en un ámbito propio de diecinueve millones de kilómetros cuadrados y cuatrocientos millones de hablantes al terminar este siglo. Con razón un maestro de letras hispánicas en los Estados Unidos ha dicho que sus horas de clase se le van en servir de intérprete entre latinoamericanos de distintos países. Llama la atención que el verbo pasar tenga cincuenta y cuatro significados, mientras en la república del Ecuador tienen ciento cinco nombres para el órgano sexual masculino, y en cambio la palabra condoliente, que se explica por sí sola, y que tanta falta nos hace, aun no se ha inventado. A un joven periodista francés lo deslumbran los hallazgos poéticos que encuentra a cada paso en nuestra vida doméstica. Que un niño desvelado por el balido intermitente y triste de un cordero, dijo: ``Parece un faro''. Que una vivandera de la Guajira colombiana rechazo un cocimiento de toronjil porque le supo a Viernes Santo. Que Don Sebastián de Covarrubias, en su diccionario memorable, nos dejo escrito de su puño y letra que el amarillo es el color de los enamorados. ¿Cuántas veces no hemos probado nosotros mismos un café que sabe a ventana, un pan que sabe a rincón, una cereza que sabe a beso?
Son pruebas al canto de la inteligencia de una lengua que desde hace tiempos no cabe en su pellejo. Pero nuestra contribución no debería ser la de meterla en cintura, sino al contrario, liberarla de sus fierros normativos para que entre en el siglo veintiuno como Pedro por su casa.
En ese sentido, me atrevería a sugerir ante esta sabia audiencia que simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros. Humanicemos sus leyes, aprendamos de las lenguas indígenas a las que tanto debemos lo mucho que tienen todavía para enseñarnos y enriquecernos, asimilemos pronto y bien los neologismos técnicos y científicos antes de que se nos infiltren sin digerir, negociemos de buen corazón con los gerundios bárbaros, los ques endémicos, el dequeísmo parasitario, y devolvamos al subjuntivo presente el esplendor de sus esdrújulas: váyamos en vez de vayamos, cántemos en vez de cantemos, o el armonioso muéramos en vez del siniestro muramos. Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. Y que de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?
Son preguntas al azar, por supuesto, como botellas arrojadas a la mar con la esperanza de que les lleguen al dios de las palabras. A no ser que por estas osadías y desatinos, tanto él como todos nosotros terminemos por lamentar, con razón y derecho, que no me hubiera atropellado a tiempo aquella bicicleta providencial de mis doce años.


LOS SIGUIENTES SON ALGUNOS DE LOS ARTÍCULOS QUE, A PRÓPOSITO DEL DISCURSO DE GARCÍA MÁRQUEZ, SE PROPAGARON COMO REGUERO DE PÓLVORA , NO SÓLO EN LOS ÁMBITOS ACADÉMICOS.


Jubilación de la ortografía
Mempo Giardinelli
Página/12, viernes 11 de abril de 1997


Desde hace años se sabe que Gabriel García Márquez es un mago capaz de colocar en el cielo de la literatura maravillosos fuegos artificiales. Pero somos muchos los escritores que crecimos con él, y gracias a él, que pensamos también que los fuegos artificiales son sólo eso: artificios. Y por lo tanto brillo efímero, golpe de efecto, momento deslumbrante.
La médula es otra cosa. Y en el caso de estas ideas que la prensa ha difundido (no he tenido la oportunidad de leer el discurso completo del Maestro) me parece que hay mucho de disparate en esa propuesta de «jubilar la ortografía».
Además de ser una propuesta efectista (y quiero suponer que poco pensada), es la clase de idea que seguramente aplaudirán los que hablan mal y escriben peor (es decir, incorrecta e impropiamente). No dudo que tal jubilación (en rigor, anulación) sólo puede ser festejada por los ignorantes de toda regla ortográfica. Digámoslo claramente: suena tan absurdo como jubilar a la matemática porque ahora todo el mundo suma o multiplica con calculadoras de cuatro dólares.
En mi opinión, la cuestión no pasa por determinar cuál regla anulamos, ni por igualar la ge y la jota, ni por abolir las haches, ni por aniquilar los acentos. No, la cuestión central está en la colonización cultural que subyace en este tipo de ideas tan luminosas como efectistas, dicho sea con todo respeto hacia el Nobel colombiano.
Y digo colonización porque es evidente que estas cuestiones se plantean a la luz de los cambios indetenibles que ocasiona la infatigable invasión de la lengua imperial, que es hoy el inglés, y el creciente desconocimiento de reglas ortográficas y hasta sintácticas que impera en las comunicaciones actuales, particularmente Internet y el llamado Cyberespacio.
Frente a esa constatación de lo virtual que ya es tan real, ¿es justo que bajemos los brazos y nos entreguemos sin luchar? ¿Es justo que porque el inglés es la lengua universal y es tan libre (como anárquica), el castellano deba seguir ese mismo camino? ¿Por el hecho de que el cyberespacio está lleno de ignorantes, vamos a proponer la ignorancia como nueva regla para todos? ¿Por el hecho de que tantos millones hablen mal y escriban peor, vamos a democratizar hacia abajo, es decir hacia la ignorancia?
Si las difundidas declaraciones de García Márquez son ciertas, a mí me parece que hay un contrasentido en su propuesta de preparar nuestra lengua para un «porvenir grande y sin fronteras». Porque el porvenir de una lengua (como el porvenir de nada) no depende de la eliminación de las reglas sino de su cumplimiento.
Por eso, a los neologismos técnicos no hay que «asimilarlos pronto y bien... antes de que se nos infiltren sin digerir», como él dice. Lo que hay que hacer es digerirlos cuanto antes, y para digerirlos bien hay que adaptarlos a nuestra lengua. Como se hizo siempre y así, por caso, «chequear» se nos convirtió en verbo y «kafkiano» en adjetivo. Y en cuanto al «dequeísmo parasitario» y demás barbarismos, no hay que negociar su buen corazón, como aparentemente propone García Márquez. Lo que hay que hacer es mejorar el nivel de nuestros docentes para que sigan enseñando que esos parásitos de la lengua son malos.
Eso por un lado.
Y por el otro está la cuestión de para qué sirven las reglas, y el porqué de la necesidad de conocerlas y respetarlas. No voy a defender las haches por capricho ni por un espíritu reglamentarista que no tengo, pero para mí seguirá habiendo diferencias sustanciales entre «lo hecho» y «lo echo»; y sobre todo entre «hojear» y «ojear» un libro.
Tampoco me parece que sea un «fierro normativo» la diferencia entre la be de burro y la ve de vaca. Ni mucho menos me parece poco razonable la legislación sobre acentos agudos y graves, ni sobre las esdrújulas, ni sobre las diferencias entre ene-ve y eme-be, y así siguiendo, como diría David Viñas.
Las reglas siempre están para algo. Tienen un sentido y ese sentido suele ser histórico, filosófico, cultural. La falta de reglas y el desconocimiento de ellas es el caos, la disgregación cultural. Y eso puede ser gravísimo para nosotros, sobre todo en estos tiempos en que la sabiduría imperial se ha vuelto tan sutil y astuta. Las propuestas ligeras y efectistas de eliminación de reglas son, por lo menos, peligrosas.
Precisamente porque vivimos en sociedades donde las pocas reglas que había se dejaron de cumplir o se cumplen cada vez menos, y hoy se aplauden estúpidamente las transgresiones. Es así como se facilitan las impunidades.
Y así nos va, al, menos en la Argentina.
En todo caso, eliminemos la absurda policía del lenguaje en que se ha convertido la Real Academia. Democraticémosla y forcémosla a que admita las características intertextuales del mundo moderno, hagamos que celebre las oralidades, que festeje las incorporaciones como riquezas adquiridas. Esa sería una tarea revolucionaria. Pero manteniendo las reglas y, sobre todo, haciéndolas cumplir.



Éxito y fracaso de la ortografía
Luis Carlos Díaz Salgado

Diario de Andalucía. Sevilla, 12 de febrero de 2000


Tengo un amigo que dice que la culpa de la mala ortografía de la gente la tiene la Real Academia. Sostiene mi amigo que nuestras reglas de escritura son buenas, pero mejorables, y argumenta que la última y exitosa Ortografía de la Academia no resuelve ni uno solo de los problemas que padecemos los hispanohablantes a causa de las letras. «Además,» comenta, «la nueva Ortografía es la vieja ortografía. La misma Academia lo reconoce en el prólogo del texto donde señala que apenas hay ‘novedad de doctrina’. Pues bien, si apenas hay nada nuevo, ¿para qué publica entonces esta obra?»
Y lleva razón mi amigo, porque la última simplificación ortográfica de importancia se produjo en 1752. En aquella fecha se decidió que la grafía f fuese la única encargada de representar el sonido efe. Desde entonces philosophía se escribe filosofía. Y desde entonces no ha habido ninguna otra simplificación relevante. Como bien recuerda la Academia, en 1844 se paralizaron las reformas, y la Real decidió tomarse un tiempo para reflexionar y realizar consultas entre las personas doctas. Pero desde entonces ya ha pasado mucho siglo y medio. Mucho tiempo para hacer tan sólo algunas modificaciones en las reglas de acentuación. Sobre todo porque se puede pensar que la Academia —al publicar como nueva una obra en la que apenas hay novedades— considera que la ortografía española ha alcanzado ya su máximo grado de perfección. Y esto sería como admitir la derrota, porque, no nos engañemos, nuestra ortografía es buena, pero aún puede serlo mucho más.
Ajeno a las polémicas, el nuevo texto académico es ya un éxito de ventas. En España es el libro de no ficción más vendido de las últimas semanas; en Colombia creo que ocurre otro tanto, y desde México se ha producido tal aluvión de peticiones que la misma Academia se ha visto desbordada para atenderlas. Y no es raro este súbito interés de la gente. Si en algo estamos todos de acuerdo es en la importancia sociocultural de la ortografía. La escritura es el traje que viste nuestro discurso, y una falta es como un siete en ese traje, un siete que deja al descubierto las partes pudendas de nuestra anatomía lingüística. Vean si no el caso de la h, una letra muda —dicen—, salvo cuando se nos olvida. Entonces bien alto que grita lo burros que somos. Saber escribir correctamente es, y mejor no olvidarlo nunca, condición sine qua non para ser considerados personas cultas. Pero este tipo de consideraciones socioculturales no debe hacernos olvidar que en realidad una ortografía no es sino una herramienta, y que cuanto más fácil sea su manejo mejor para todos.
En español casi todas las faltas de ortografía vienen motivadas porque, en ocasiones, un mismo sonido es representado por dos letras diferentes. Tenemos, por ejemplo, que hay gerencias e injerencias, a pesar de que ambas suenan igual. Pasa lo mismo con las bes y las uves, que tantos problemas causan a todos aquellos que aprenden nuestro idioma. Y con la q y la k y la c, ¿quiosco, kiosco, kiosko...? Por no hablar de las haches: ¿quién no ha dudado alguna vez sobre la de desahucio? ¿Y qué me dicen de exuberante, la lleva o no la lleva? ¿Y exhausto? Escribir una letra que no representa sonido alguno es un verdadero lujo que nos causa muchos quebraderos de cabeza.
Y todo se produce porque la Academia, encargada desde 1847 de establecer las reglas ortográficas, utiliza tres criterios a la hora de elaborar sus normas: la pronunciación, el origen de las palabras, y el uso establecido. De todos ellos, la pronunciación es el único necesario. Establece como ideal el principio de: «Un sonido, una letra. Siempre el mismo sonido, siempre la misma letra.» El español es una lengua que se acerca mucho a este ideal. Si en inglés, francés o alemán utilizáramos únicamente el criterio de la pronunciación a la hora de escribir, nos encontraríamos con unas ortografías peligrosamente diferentes a las actuales. Nuestro idioma es, ortográficamente hablando, más perfecto que el de estas otras lenguas. Pero no lo es totalmente.
Primero a causa de la etimología, mala consejera en asuntos ortográficos. Si escribimos humildad con h es porque la palabra procede del latín humilitas. Pero nunca nos paramos a pensar si en latín esa h se pronunciaba o no, como sucede en español. Y lo cierto es que nosotros hablamos español, y no latín. En segundo lugar, cometemos errores porque permitimos usos que, aunque admitidos por la costumbre, no responden a reglas fijas. Por eso escribimos, por ejemplo, hueso, con h, aun cuando en latín se escribía ossum, palabra de la que derivan las actuales óseo, osario, osamenta, etc. No hay duda, en cuanto abandonamos el ideal de «un sonido una letra» empiezan los líos. Y entonces olvidamos lo más elemental, que una ortografía tiene que ser lo más simple posible, y que sus reglas deben admitir el menor número de excepciones. Dejamos de considerar a la ortografía un instrumento y la convertimos en un test continuo de cultura general. Piensen, si no, si es necesario saber etimología para escribir las palabras que decimos, o si les parece sensato mantener usos basados en el error, por más tradicionales que sean.
Somos fetichistas conversos. Y creemos que las haches, las ges y las bes no son sólo letras, sino parte del «acervo cultural común». Esto es cierto, pero el patrimonio no sólo hay que conservarlo. Si podemos, también hay que mejorarlo. Cervantes no se levantará de su tumba si decidimos escribir «injenioso» en vez de ingenioso, o «idalgo» en vez de hidalgo. Y seguramente las generaciones posteriores nos lo agradecerían. Conviene que pensemos en este tipo de cosas porque, la encargada de hacerlo —la Academia— parece estar más interesada en vender libros con la filosofía ortográfica del siglo XIX que en poner las bases de la ortografía del siglo XXI. Mi amigo lo sentencia de manera muy certera: «La Academia ha convertido el fracaso de la ortografía española en el éxito editorial del año».




De camisas de fuerza y cinturones de castidad


Tiene la sensación (¿real?) de que muchos de sus críticos no han leído el discurso que leyó en Zacatecas (México), y que contestan a lo que dicen que dijo. Esta reacción confirma el poder de la palabra, a la que hizo mención: «Palabras inventadas, maltratadas o sacralizadas por la prensa, por los libros desechables, por los carteles de publicidad; habladas y cantadas por la radio, la televisión, el cine, el teléfono, los altavoces públicos; gritadas a brocha gorda en las paredes de la calle o susurradas al oído en las penumbras del amor».
El Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez intervino en la apertura del Primer Congreso Internacional de la Lengua Española y sus ideas crearon una formidable polémica que ha traspasado el mundo de los expertos y de los gramáticos y se ha ampliado a los que leen o escriben. EL PAÍS le pidió que escribiera un artículo explicándose, matizando o reafirmándose, pero García Márquez no desea participar en debates. Sin embargo, antes de partir hacia La Habana aceptó mantener una conversación sobre el asunto con el director de la Escuela de Periodismo Universidad Autónoma de Madrid/ EL PAÍS, Joaquín Estefanía , de la que él es profesor.
Joaquín Estefanía


El escritor Gabriel García Márquez considera «natural» la reacción de los gramáticos, lingüistas y académicos a su discurso de Zacatecas ( Botella al mar para el dios de las palabras , EL PAÍS del pasado martes 8 de abril): «Sería absurdo que los que guardan la virginidad de la lengua estuvieran contra sí mismos. Pero la mayoría parece haber hablado sin conocer el texto completo de mi discurso, sino sólo fragmentos más o menos desfigurados en despachos de agencias. En todo caso es increíble que a la hora de la verdad hasta los más liberales sean tan conservadores».
Estos días hemos oído en muchas ocasiones que el escritor colombiano había pedido suprimir la gramática. Su discurso no lo dice.
«Dije que la gramática debería simplificarse, y este verbo, según el Diccionario de la Academia, significa 'hacer más sencilla, más fácil o menos complicada una cosa'. Pasando por alto el hecho de que esa definición dice tres veces lo mismo, es muy distinto lo que dije que lo que dicen que dije. También dije que humanicemos las leyes de la gramática. Y humanizar, según el mismo diccionario, tiene dos acepciones. La primera: 'hacer a alguien o algo humano, familiar o afable'. La segunda, en pronominal: 'Ablandarse, desenojarse, hacerse benigno'. «¿Dónde está el pecado?», se pregunta.
El siguiente punto de contestación a las palabras de García Márquez es el ortográfico. Parte del supuesto de que si a él le hiciesen un examen de gramática, le reprobarían «en toda línea».
«Además, mi ortografía me la corrigen los correctores de pruebas. Si fuera un hombre de mala fe diría que ésta es una demostración más de que la gramática no sirve para nada. Sin embargo la justicia es otra: si cometo pocos errores gramaticales es porque he aprendido a escribir leyendo al derecho y al revés a los autores que inventaron la literatura española y a los que siguen inventándola porque aprendieron con aquellos. No hay otra manera de aprender a escribir».
En toda la conversación, el Nobel de Literatura reivindica su papel de escritor y como tal, piensa «más en el sufrimiento de la gente que en la pureza del lenguaje».
«Por eso dije y repito que debería jubilarse la ortografía. Me refiero, por supuesto, a la ortografía vigente, como una consecuencia inmediata de la humanización general de la gramática. No dije que se elimine la letra hache, sino las haches rupestres. Es decir, las que nos vienen de la edad de piedra. No muchas otras, que todavía tienen algún sentido, o alguna función importante, como en la conformación del sonido che, que por fortuna desapareció como letra independiente».
Quizá el mayor escándalo se ha formado con sus propuestas respecto a las bes y las uves, y con los acentos.
Sobre las primeras, dice: «No faltan los cursis de salón o de radio y televisión que pronuncian la be y la ve como labiales o labidentales, al igual que en las otras letras romances. Pero nunca dije que se eliminara una de las dos, sino que señalé el caso con la esperanza de que se busque algún remedio para otro de los más grandes tormentos de la escuela. Tampoco dije que se eliminara la ge o la jota. Juan Ramón Jiménez reemplazó la ge por la jota, cuando sonaba como tal, y no sirvió de nada. Lo que sugerí es más difícil de hacer pero más necesario: que se firme un tratado de límites entre las dos para que se sepa dónde va cada una».
En cuanto los acentos, irónico, explica.
«Creo que lo más conservador que he dicho en mi vida fue lo que dije sobre ellos: pongamos más uso de razón en los acentos escritos . Como están hoy, con perdón de los señores puristas, no tienen ninguna lógica. Y lo único que se está logrando con estas leyes marciales es que los estudiantes odien el idioma».
García Márquez opina que los gramáticos y los escritores son oficios distintos. Su diferente dialéctica es la que ha generado el debate.
«La raíz de esta falsa polémica es que somos los escritores, y no los gramáticos y lingüistas, quienes tenemos el oficio feliz de enfrentarnos y embarrarnos con el lenguaje todos los días de nuestras vidas. Somos los que sufrimos con sus camisas de fuerza y cinturones de castidad. A veces nos asfixiamos, y nos salimos por la tangente con algo que parece arbitrario, o apelamos a la sabiduría callejera».
«Por ejemplo: he dicho en mi discurso que la palabra condoliente no existe. Existen el verbo condoler y el sustantivo doliente , que es el que recibe las condolencias . Pero los que las dan no tienen nombre. Yo lo resolví para mí en El General en su laberinto con una palabra sin inventar: condolientes . Se me ha reprochado también que en tres libros he usado la palabra átimo, que es italiana derivada del latín, pero que no pasó al castellano. Además, en mis últimos seis libros no he usado un sólo adverbio de modo terminado en mente, porque me parecen feos, largos y fáciles, y casi siempre que se eluden se encuentran formas bellas y originales».
El escritor, que está de excelente humor, concluye la conversación de un modo muy expresivo.
«El deber de los escritores no es conservar el lenguaje sino abrirle camino en la historia. Los gramáticos revientan de ira con nuestros desatinos pero los del siglo siguiente los recogen como genialidades de la lengua. De modo que tranquilos todos: no hay pleito. Nos vemos en el tercer milenio».
Y reitera sus palabras de Zacatecas: «Simplifiquemos la gramática antes de que la gramática termine por simplificarnos a nosotros».


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